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“La banalidad del mal”,
Entrevista con Silvia Bleichmar por Alberto Catena

La durísima realidad por la que atraviesa el país está produciendo trastornos y cambios en el estado de ánimo de lo argentinos de una magnitud hasta ahora desconocida. La psicoanalista Silvia Bleichmar, profesional doctorada en la Universidad París VII y docente de distintos postgrados en la Universidad de Buenos Aires y Córdoba, viene estudiando estos fenómenos con notable lucidez como demuestran recientes trabajos en la prensa escrita y también un apreciable número de ensayos publicados, dos de los cuales se conocerán en los próximos días. En una conversación mantenida con Revista Cabal, esta especialista analiza esas transformaciones a la luz de los hechos que conmocionaron al país en las semanas previas al comienzo de este nuevo e inquietante año 2002.


Revista Cabal: Usted habló en algunos de sus escritos de una sensación de dolor profundo que embarga al país. ¿No cree ahora que los recientes estallidos de ira popular no expresan además un estado próximo a la desesperación?
Silvia Bleichmar: En términos generales diría que el dolor abarca a la mayor parte del país y que dentro de ese conjunto hay sectores importantes que están ingresando en zonas de franca desesperación. La escena del joven que, ante la insensibilidad de la justicia, se suicida delante de un magistrado o la de una persona que llora a solas y en silencio en los subterráneos de la ciudad dan cuenta de un sufrimiento sin destino, de un padecimiento atroz que reclama testigos en su manifestación, un padecimiento que no guarda esperanzas de consuelo ni tampoco rasgos de pudor, porque el dolor ha dejado de ser la marca individual de un fracaso o de una pérdida para ser algo del orden de la sociedad en su conjunto. Son dos imágenes muy fuertes y conmovedoras que sólo he visto en ocasión de grandes catástrofes históricas, de guerra o de procesos muy devastadores. Constituyen testimonios sobrecogedores de estallido y arrasamiento de la subjetividad. Es esta desesperación la que estalló, en sus diversas formas, en los hechos que ocurrieron en los días previos a la Navidad y posteriormente. Esta desesperación que se manifestaba como impotencia y encontraba sólo como destinatario a quien la padecía, se volcó hacia fuera, se tornó hacia la inoperancia y la corrupción gubernamental. Por eso la furia es tan fuerte, porque la desesperación ha sido muy profunda.

¿Qué señalaría, además de ser hechos estremecedores, como característica especial en estas acciones?
Que todas las acciones muestran una clara necesidad de ser visualizadas por el Estado, por la justicia, por el poder o por alguien que tome nota de lo mucho que se ha incrementado la insensibilidad ante el dolor ajeno. La forma en que las víctimas vivieron esta indiferencia de la clase política ante su sufrimiento es uno de los motores más dramáticos de la forma que asumió la protesta. En un artículo que escribí sobre el "dolor-país" marqué expresamente cómo esa insensibilidad del Estado se exhibía también en cierta ostentación perversa de la riqueza que hacían algunos sectores del poder. Existe además entre algunos sectores políticos un ocultamiento de su responsabilidad que, si no fuera por su gravedad, causaría risa por lo ridícula. Que el ex presidente De la Rúa o sus ministros pudieran desconocer que había no sólo violencia ciudadana sino también respuesta salvaje de la policía, con veintisiete muertos en todo el país y siete en la Plaza de Mayo, es francamente escandaloso, sobre todo cuando luego se produjo la fuga en helicóptero desde el techo de la Casa Rosada. Pero no menos escandalosa es la Asamblea Legislativa en la cual se eligió a Rodríguez Saa para llenar el vacío, con el aplauso y la sonrisa permanente no sólo del improvisado Presidente sino también de quienes lo apoyaron, que estaban tan encantados con el transitorio poder que recibían que no podían calibrar el dramatismo de las circunstancias. No se dieron cuenta que la derrota no era del partido adversario sino toda la clase política, que la derrota los involucraba, que lo que se cuestionó fue un modelo de gobernar corrupto, impune, que alternó improvisaciones montadas por la viveza criolla con rigidizaciones tecnocráticas monitoreadas desde los grandes centros de poder mundial. Es como un juego pérfido en el que todos parecen querer actuar como siempre, disolviendo su responsabilidad y adjudicándosela al otro, pero los procesos se han tornado vertiginosos, y el tiempo se aceleró, a tal punto que yo, al menos, no puedo creer que todo lo que está ocurriendo pasara en tan poco tiempo. Y es que era escandaloso ver a las viejas figuras de la corrupción rodeando al nuevo Presidente. Parecía una pintura de Molina Campos, de un grupo de pícaros sonrientes alrededor del patrón de la estancia. Y fue esto lo que volvió a producir la ira ciudadana, que además ya había hecho huir a Sobremonte y ahora fue a que le cumplan.

La insensibilidad de los gobernantes, ¿guarda relación con esos casos de patología disociativa o desdoblamiento que muestran algunas personas que en sus casas se muestran normales y fuera de ella pueden llegar a ser verdaderas fieras?
Más que con ese desdoblamiento diría que tiene que ver con lo que Hannah Arendt llamó la banalidad del mal. Es cuando la planilla toma el lugar central en la historia y el hombre desaparece como núcleo de preocupación ya que la sociedad se rige por un grupo que subordina la política a la economía, haciendo de las personas sólo factores de un encasillamiento financiero. Ellos, lo decimos entre comillas, "hacen su trabajo", y al hacerlo no pueden empatizar con el pensamiento del otro. Es un proceso de verdadera alienación de las clases gobernantes y de desubjetivización compartida.
Y esto es lo terrible, porque la clase política, en la medida en que cede su capacidad de pensar a una computadora que programa el sacrificio de cada día, se descabeza también. Esa alienación de los sectores dominantes es la que proyecta la deshumanización social.

¿La alienación estaría en trasladar a las máquinas un proceso de responsabilidad propia?
Y en definir los objetivos de un modo tan abstracto que los seres humanos desaparecen como objetivo de la política. Se pagan los intereses o se evita el default, pero no importa si para cumplir esa meta se hace sucumbir al país. Es como si un hombre pagara la casa que ha construido para vivir con la familia, dejando morir de hambre a los hijos. Es una pérdida total del sentido.

Es como si el objeto creado se independizara totalmente de los seres que la han pensado.
Por eso usé la imagen de la película "The Matrix", que es la imagen de una matriz que se va chupando a las personas mientras les produce la ilusión de que están viviendo. Creen que viven, pero en realidad están soñando que viven, mientras la máquina se alimenta de sus cuerpos.

Usted distingue ilusión de esperanza. ¿Cuál es la diferencia?
La esperanza implica partir de condiciones reales y plantear soluciones creativas. La ilusión está fuera de la realidad, espera que las cosas se compongan mágicamente.

También ha dicho que, a pesar de la devastación, la Argentina ha mantenido muchos de sus lazos solidarios. ¿Cómo es eso?
Este país conserva todavía muchos lazos solidarios, que se han convertido en refugios importantes para la gente. Pero no hay que confundir esos lazos con la caridad, con las propuestas de darle de comer a los miserables para evitar que se vengan encima. La solidaridad es simétrica, es entre iguales, permite la identificación. Y está sociedad ha pasado por un largo proceso de desidentificación, es una sociedad muy descabezada que está intentando volver a pensar.

¿Qué otras formas se perciben de luchar contra ese proceso desidentificatorio?
La sociedad ha intentado, en los últimos días, salir de la pasividad y recomponer lazos participativos de otro orden. Durante un período hubo un repliegue hacia modos primarios de relación, incluso en la vuelta a la familia. Ante el desmantelamiento de los lugares de trabajo y de las instancias políticas, los vínculos se primarizaron, y en parte esto está causado por el carácter transitorio de la inserción laboral. En otra época, el trabajo era un lugar de permanencia, para siempre; los vínculos se generaban y perduraban allí. Pero el regreso a las formas primarias tiene que ver con un intento de recomposición en el marco de la desintegración, y lo impactante de las manifestaciones espontáneas, callejeras que presenciamos, lo novedoso del cacerolazo nacional, fue que acudieron familias enteras, y que incluso las familias se desplazaba en conjunto: con los chicos, el abuelo, el perro, era una imagen extraordinaria. Sólo en los grandes momentos históricos ha ocurrido así, que la gente sienta que es tan importante jugar una apuesta al futuro, derribar el pasado, que ponga todo lo que tiene, que sienta que los espacios privados se tornan hacia los espacios públicos, la vida familiar hacia la vida política, hacia la historia. La intimidad sale de lo cotidiano y se torna trascendente.

En los primeros días de diciembre, la gente parecía manifestar estupor, ¿no es cierto?
A partir de lo que ocurrió en diciembre se incrementaron las consultas hospitalarias en un 300 por ciento. Es impresionante: hay turnos en los hospitales dados para marzo, en algunos casos con urgencias terribles, hasta tal punto que a alguien se le ocurrió una idea que nos pareció brillante: sacar una enorme cantidad de psicólogos a la calle y ponerlos en sillitas en las esquinas para que puedan oír a las personas que desean dialogar. Esto fue, indudablemente, durante el período de estupor que duró la primera quincena de diciembre, cuando la sensación de no ser escuchado llegó a su clímax, y parecían agotadas las representaciones respecto al futuro. Ahora parece que la sociedad civil ha buscado sus propios modos de saneamiento, aun cuando a nivel individual la secuela de lo que estamos viviendo se verá en los próximos tiempos y dependerá del destino de los acontecimientos.

¿Cuál fue la razón de ese estupor?
Es fruto de la acumulación de muchos golpes, uno detrás de otro. La dictadura, el golpe financiero del 89, el empobrecimiento paulatino y otros hechos dejan una secuela, un sentimiento de desaliento compartido, que a veces conduce a la creencia en un destino trágico. Lo que se olvida a menudo es que en los setenta se desmanteló un proyecto histórico, que se había venido gestando durante décadas y que aún no ha podido ser reemplazado. Y los acontecimientos de diciembre dan cuenta de dos cosas: de que aún no hay un proyecto claro del país que querríamos construir en oposición al que rigió todos estos años, pero que al mismo tiempo las opciones anteriores no sirven: no sirven ni los militares –que además de destruir moralmente al país banalizando la muerte y quebrando los lazos solidarios, incrementaron la deuda externa en su porcentaje más alto– ni el racionalismo financiero de Cavallo, ni la corrupción rematadora del patrimonio nacional efectuada por Menem.

Usted ha hablado de que para concebir nuevas respuestas hay que superar ciertas vergüenzas ideológicas. ¿De quiénes habla?
Me refiero a una autocrítica melancólica que se da entre la izquierda y algunos intelectuales, que a menudo sólo sirve de pantalla al abandono del pensamiento crítico. Hay un discurso dominante que tiende a demostrar que todos nos equivocamos, que todo lo que hicimos quienes quisimos un mundo mejor estuvo mal. El problema es que se confunde la derrota con el error, lo que hicimos con la razón por la que lo hicimos. Ahí es donde la sociedad se queda sin respuesta, sin proyectos. Sin duda, los intelectuales metimos muchas patas pero tratamos de evitar precisamente el país que hoy tenemos, el que hemos transitado. Error o no, por la forma en que se hizo, de alguna manera preveíamos el salvajismo de lo que se venía; y ahora sabemos en qué consiste eso que tratábamos de evitar. El poder afirma que se derrotó una propuesta y, en realidad, lo que se derrotó es una valla que se intentó poner para que esta devastación no ocurriera. Eso es lo que se oculta de esta historia.

Al hablar de cómo el dolor hería también a las nuevas generaciones, usted describía en sus reflexiones a jóvenes que solían juntarse en bares o cafés sin proyectos que compartir. ¿Cómo ve ahora esa situación?
-Esto creo que ha comenzado a variar bruscamente en los últimos días: la ruptura de la pasividad, la recuperación de un sentimiento protagónico ha hecho variar el intercambio entre los jóvenes. Y el ejemplo más dramático lo hemos tenido el 29 de diciembre, con el asesinato de los jóvenes de la estación de servicio, en Floresta, que nos ha sacudido terriblemente. Estos chicos volvieron a dialogar, se sentaron en un espacio público frente a un televisor, compartiendo ideas e inquietudes, opinando sobre lo justo y lo injusto; y fueron asesinados brutalmente bajo un modo que tuvo su tradición durante el período militar: porque el policía retirado que los mató fue entrenado, evidentemente, para simular un enfrentamiento cuando ejercía de sargento. Se puede alegar que estaba loco, pero su locura no era lo que conocemos profesionalmente como una psicosis clínica, ya que planificadamente llamó a la comisaría luego de ponerles un cuchillo a cada uno para simular un enfrentamiento, su locura es una locura moral de un país que ha convivido con el asesinato y la mentira. Estos chicos son el paradigma más doloroso del país que aún no pudimos derrotar, y que nos pesa brutalmente.

Pero, en contraste con la actitud de esos jóvenes de Floresta, hay otros que se instalan deslumbrados aún frente a esos reality show donde los protagonistas se pasan horas sin virtualmente hablar de nada. ¿Qué los fascina de esos programas?
En primer lugar que, en algún momento, la escena privada pasa a lo público. Con lo cual producen, sobre todo en los chicos, la fascinación de poder ingresar a la intimidad del adulto. Lo segundo es que determina una suerte de simetría: ahora los personajes somos todos. No existe más el actor, todos podemos estar allí. Es una especie de democratización de esos espacios codiciados que son los medios, donde además no hay que hacer nada, sino ser como uno es, bueno o cretino, solidario o egoísta, asexuado o sexuado. Cualquier tipo tiene algo para hacer en un reality show. O no decir nada y existir, atender un café o un bar, levantarse a la mujer del amigo, perder la novia, sacarle el laburo a la prima. Ha desaparecido el relato trascendente y heroico. El reality show es la degradación a la realidad inmediata pura. Es como una identificación tendiente a no crear una distancia entre el sujeto y sus posibilidades históricas, que es lo que en última instancia pone en marcha a los seres humanos. Produce una desconstrucción de las figuras de identificación posibles, que harían que la persona tienda a algo. Ahí no, se está, nada más. Se permanece.
Lo que lleva a una banalización completa de la vida.

¿Cómo se logra esa degradación a la realidad inmediata pura?
Mediante la supresión del relato. Esos programas son un modo de permanecer sin que pase nada. Cualquiera puede levantarse a hacer un café, ir al baño u otra cosa, y al regresar no ha pasado nada. Es lo que Castoriadis, en un libro extraordinario donde habla del proceso de desidentificación, llama el ascenso de la insignificancia. El relato lo que sostiene es una continuidad del tiempo: pasado, presente y futuro. Los reality show son pura permanencia. Permanencia y desenlace: No hay relación con acuerdo a fines de causalidad, las cosas ocurren y un día culminan. Y pueden culminar de las maneras más extrañas.

La sociedad actual soporta altos niveles de estrés. ¿Eso está vinculado a la gran presión que ejerce sobre el individuo una sociedad competitiva? ¿O hay otros factores?
No es sólo la presión de una sociedad competitiva, es peor. Nuestra sociedad tiende a producir desprotección, orfandad. Y el estrés está vinculado a la sensación que tiene cada ser humano de que toda su vida y la de sus seres queridos dependen de dos factores exclusivos: su esfuerzo y el azar. Es la imagen con que se describe a los campos de concentración. ¿Quién sobrevive? Los que se esfuerzan y los que tienen suerte. Es una mezcla, pero en la mayoría de los casos el azar ocupa un lugar muy importante en esta ecuación. Usted puede ser un tipo de excelente formación y nivel, pero la empresa en la que está decide reducir la mitad del personal y le tocó. O quebró la empresa, o la compró una trasnacional, y perdió. Entonces, la sensación de que es imposible definir cuáles son las variables de la supervivencia constituye el modelo mismo del terror.

Usted ha diferenciado en alguna oportunidad miedo de terror. ¿Cuál es la distinción?
En el miedo se conoce lo que se teme y se sabe más o menos como protegerse. En el terror se conoce lo que se teme, pero están invalidados los modos de defenderse; no se sabe de dónde va a venir el golpe. Con lo cual el estrés está más vinculado a la desprotección, y es esta desprotección la que genera el terror: el que pierde un trabajo no lo cambia por otro, pasa a otro estatuto, de la ocupación al nicho de pobreza. La sociedad es competitiva desde hace años, pero el problema central ahora es la orfandad profunda.

Tampoco la idea del esfuerzo sirve como parámetro.
Eso es lo más dramático e irracional. El sujeto no sólo está cumpliendo con lo que se le pide sino tratando de anticipar qué es lo que le van a pedir para tratar de cubrirse; y eso es imposible, porque nunca se sabe qué va a pedir el sistema para que no caerse de la cadena productiva. Es un juego perverso y destructivo, de la subjetividad y de la capacidad creativa de la sociedad.

Frente a ese desamparo, usted ha dicho, sin embargo, que ha notado en muchos lugares del país diversos intentos simbólicos de restitución. ¿A qué alude?
Por todos lados surge gente que va al teatro, al cine, a las exposiciones de pintura; artistas que crean en las condiciones más difíciles y no se achican. Aparecen revistas literarias, la comunicación por Internet se incrementa. Al nivel de la circulación simbólica esta sociedad es un verdadero hervidero. Es maravilloso. Esta es una sociedad, que si no se la aplasta, tiene reservas, posibilidades muy importantes. Ese rasgo me produce esperanza, porque habla de un deseo de preservación subjetivo y de reflexión compartido.

¿Y entre los jóvenes y fuera del espacio más cultural?
Entre los jóvenes es extraordinario lo que se expresa a nivel de los recitales. Música y letras intentan una organización del mundo. Es como si las grandes concentraciones de antaño hubieran sido relevadas por los actuales recitales. Es interesante porque la politización de la sociedad argentina retorna por los espacios no políticos, por los recitales y por las canchas, emerge por los lugares menos esperados. A mí me impresiona eso; en los estadios de fútbol retorna la politización: se ve en los carteles contra el gatillo fácil, contra la represión, en las consignas de los hinchas.

Es como un arroyo que busca su cauce.
El tema es si encuentra su cauce o se desborda por cualquier lado. Para que el arroyo siga su cauce tiene que encontrar el estaqueo, formas de circulación más orgánicas. Las que existen hasta ahora se expresan de manera aislada. Hay grupos que protestan y se organizan, sectores solidarios y politizados, pero aún no logran armar un cauce.

Es lo que sucede con el llamado "voto bronca", que es acto de protesta en el vacío.
El llamado "voto bronca" es un voto por la negativa. He estudiado el fenómeno de la negación determinada como afirmación de la identidad en la infancia: el oposicionismo es una forma de afirmación primaria que no puede expresar aún un deseo propio; lo único que puede hacer es decir "no quiero lo que quiere el otro", siendo aún incapaz de armar una propuesta, no puede salir de las redes del otro. Pero es un momento constitutivo, es la primera afirmación, al menos, de que puedo ser distinto y oponerme a lo que el otro pretende que yo haga pasivamente. Por supuesto que es un momento de transición, y debe ser superado, aún cuando hay gente que se opone toda la vida a los demás porque no puede averiguar lo que realmente quiere. Del mismo modo, el voto protesta es un voto sin proyecto y expresa más desesperanza que bronca; la bronca es más productiva, como lo demostraron los acontecimientos de diciembre. Pero al igual que la afirmación por la negativa, estas expresiones electorales fueron el anticipo de un cauce que se abría, del rehusamiento a seguir las reglas del juego. Estoy profundamente conmovida del modo con el cual se redefinen los modos de la política en nuestro país. En Mendoza, el dueño de un restaurante tradicional y al cual va la clase política ha decidido no dejar entrar funcionarios hasta que se repongan fondos oficiales a comedores infantiles, y esto ha sido decidido en común, luego de un debate que incluyó al personal. El empresario que lo dirige dijo una frase extraordinaria: "A nosotros no nos está yendo mal, pero vemos lo que pasa alrededor, y es como ganar al póker en el Titanic". Y agregó luego: "Creo que la política es necesaria, pero la política como espacio público." Estas son las nuevas formas de conciencia cívica, de compromiso compartido con el verdadero riesgo país, que consiste en rifar el futuro de las nuevas generaciones.

En un artículo reciente usted hablaba también de la necesidad en ese pensamiento de no caer en el temor a transgredir lo instituido. ¿A qué se refería exactamente?
A la necesidad de no quedar atrapado en un discurso moderado, políticamente correcto. Y lo políticamente correcto es en muchos casos profundamente hipócrita y mentiroso. ¿Usted conoce todo el lenguaje de los chicos norteamericanos respecto a lo que es políticamente correcto? Todo el lenguaje americano ha erradicado palabras: no se puede decir negro, hay que decir "afrikan american". Es extraordinario porque si alguien dice “afrikan american" no dice "american". En un libro conté un chiste de alguien que pretendía por un método simple eliminar el problema de la diferencia entre blancos y negros. El hombre instituyó una solución: no debía decirse ni blanco ni negro, sino verde. Y desde el momento en que se adoptaba la nueva fórmula todos iban a ser verdes. Pero, al subir al colectivo, un negro pide boleto y el chofer le dice con vos imperativa: los verdes oscuros atrás. Lo políticamente correcto oculta siempre un prejuicio. Llamar "inadaptados" a quienes cometieron los actos de violencia que tuvieron lugar en estos días es no sólo vetusto sino hipócrita. ¿Quién ha pretendido adaptarlos a algo? Si después de todo, es el modo con el cual se ha desarrollado la política económica y social la que los ha tornado marginales, la que los ha expulsado de toda adaptación posible. Todos somos responsables del modo terrible en el cual ha quedado la ciudad, porque no tuvimos en cuenta que ya había seres humanos dañados, a los cuales todos los días se les quitaba un pedacito de carne y sangre, de posibilidad de pensar en el futuro y de levantarse por encima de la búsqueda cotidiana de supervivencia. La ciudad devastada, que nos duele terriblemente, es la metáfora edilicia del estado en el cual se han sentido sumergido sus habitantes durante demasiado tiempo.

Lo políticamente correcto suena a menudo a relativismo intelectual.
El relativismo es una forma del democratismo donde todos podemos hablar y respetarnos mutuamente, pero donde no hay confrontación de ideas. Con lo cual a nadie le importa lo que diga el otro, porque se descree que haya una verdad que defender. No es que yo crea que hay una verdad absoluta, pero sí que hay verdades; y también hay mentiras, hay cosas falsas y cosas que no lo son. Mi aforismo preferido es uno de Bacon que dice: es más fácil que la verdad salga del error que de la confusión. El relativismo es una forma de eludir responsabilidades. Es el ex intendente Grosso cuando dice: "Fui convocado por mi inteligencia, no por mi prontuario", confiando, cínicamente, en que la gente está dispuesta a aguantarse cualquier maleante para sobrevivir. Si hay algo extraordinario que ha ocurrido en nuestro país en estos días, es la caída del relativismo moral: la gente se cansó de la mentira, del robo, de la corrupción. Es extraordinario que hayan echado a Barra de un shopping, porque lo que se le imputa es la destrucción de la justicia, la burla a los principios básicos de la convivencia, que radica en la confiabilidad de la ley y en la defensa de sus principios. Esto es inédito desde hace muchos años, y habla de las profundas reservas morales que aún tenemos, y del deseo de rescatarlas, que es en última instancia la única manera de refundación del Estado. Porque no alcanza con cambiar un plan económico por otro, ni en definir una política un poco más estable que otra, sino en crear las condiciones de un rescate de la subjetividad en tanto recuperación del valor de la vida en todos sus aspectos, incluido en ello el sentido ético. Es en última instancia una ética de la vida la que plantea la necesidad de una distribución distinta de la riqueza, en razón de que la ética es siempre el reconocimiento de la presencia del otro, y del otro como semejante, no como medio para mis fines.