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Publicado en el Sitio: Silvia Bleichmar - www.silviableichmar.com.ar
Pág.: http://www.silviableichmar.com/ensayo11.htm
La salud política * Silvia Bleichmar,
psicoanalista silviableichmar@fibertel.com.ar
Hay
en el campo argentino una antigua ley contra el cuatrerismo que dice que
se puede matar un cordero por hambre pero que el cuero debe ser dejado en
el alambrado. Es este el signo de que se ha comido pero no lucrado, de que
uno se ha apropiado de lo más vital pero que no ha hecho usufructo, de que
se ha respetado la propiedad defendiendo al mismo tiempo lo único que no
puede ser subordinado a ella: la vida humana. En ese país de la ley del
anticuatrerismo humanitario durante generaciones los niños cantaron: los
pollitos dicen pío pío pío, porque tienen hambre, porque tienen frío… La
cantaron en el jardín de infantes, en esos años en los cuales el hambre y
el frío eran cuestión, en la Argentina, de canciones y relatos. La
cantaron antes de que los pollitos de San Sebastián, los miles de pollitos
que quedaron condenados a muerte luego del cierre y despido de mil
docientas personas, se mataron a picotazos en su desesperación porque
nadie proveyó ya los granos con los cuales la matanza pudo haber sido
evitada. La noticia, paradigma del país trágico, salió en la sección
financiera del diario, produciendo una metáfora viviente del canibalismo
económico, trayendo la cuota de horror necesaria para que las cifras
perdieran la opacidad detrás de la cual se oculta la desesperación. Un día
después, Wang Zhao-He, conocido como Juan, el chino del mercadito, lloró
desesperado frente a las bolsas rotas y los estantes destruidos en el
marco del saqueo que liquidó simultáneamente su cotidianeidad y las
posibilidades de traer a su mujer y a su hijo, de 12 años, a la Argentina.
Allá en Fujian, cerca de la costa y en medio de las plantaciones de té,
desde donde vino como nuestros abuelos buscando otra vida, soñando con un
sueldo de 500 dólares y cajas y cajas de arroz alineadas con su gallo
erguido custodiando los granos, no supuso que los pollitos de San
Sebastián venían a remedar, de manera parabólica, aquel punto de partida,
el hambre ancestral de generaciones que lo precedieron, el fantasma
terrible de las hambrunas con las cuales sus compatriotas convivieron
durante miles de años, y que sólo empezaron a dejar atrás hace apenas
quince años, cuando aún los niños argentinos cantaban de los pollitos que
tenían hambre y frío. Pero los picotazos sólo volaron las plumas de los
grandes supermercados y dejaron tendidos a los pequeños propietarios, en
un país desgarrado donde vecinos que se arman contra vecinos suben a las
terrazas y encienden fogatas para custodiar sus precarios bienes, y los
saqueadores mayores se desplazan de la City a las oficinas de gobierno, de
las consultas en el exterior a las reuniones en las cuales se reparten los
desechos que las grandes corporaciones les deslizan. El saqueo de los
habitantes de la villa que avanzan sobre los malposeídos que tienen
algunos colchones y una heladera en la cual hay todavía comida, que
compran sus ropas con sueldos que no se sabe cuánto tiempo aún más van a
cobrar, o que intentan conservar tienditas cada vez menos provistas cuyos
impuestos no pueden sostener y a las cuales tal vez la inflación las deje
sin stock, debe constituir no nuestro terror sino nuestra vergüenza, ya
que hemos permitido que impunemente se construyeran countrys fenomenales
en medio de la miseria entorno, y se dieran todas las muestras de
insensible ostentación que sólo algunas rejas pretendieron proteger si no
velar. Por eso las fogatas que se levantan en los barrios pauperizados de
lo que el proceso de acumulación salvaje dejó de las capas medias bajas
señalizan como las balizas espontáneamente armadas en la ruta el camino
accidentado que hoy debemos desandar. Pero esto no puede ocultar lo
que realmente produjo un salto en la perspectiva política de la Argentina,
que tuvo muchos saqueos en estos años pero ninguna pueblada. Porque lo que
ganó realmente el primer round de la batalla que restituyó la esperanza,
fue la recuperación de la dignidad, del sentimiento de volver a tener una
cabeza que había sido primero desgastada y luego volada, cabeza que podía
ser llevada nuevamente sobre los hombros sin la profunda humillación que
la abatió durante tanto tiempo. Y más allá de los picotazos
desesperados o resentidos -resentimiento que algunos enjuician desde una
moralidad que parece desconocer que si es verdad que la pobreza no genera
en sí misma brutalidad, la acumulación de desilusión es la fuente mayor
del odio, y esta acumulación en este país nuestro ha tomado un carácter ya
no sólo dramático sino lindante con lo obsceno – hay algo que se acaba,
que de una u otra manera se acaba, que se acabó en la batalla de las
cacerolas y de la plaza gaseada, sin que podamos siquiera acusar de
perversidad a un presidente signado por la debilidad, ambición y soberbia
que lo hizo sostenerse en lo más bajo de las tradiciones partidarias.
Sabiendo por otra parte que lo que se acaba no es sólo un gobierno de
ineptitudes, ni tampoco sólo un modelo económico que da cuenta del fracaso
de una vertiente que hoy fue la convertibilidad y mañana la flotación,
pasado la dolarización o el quinto día la devaluación, sólo para seguir
haciéndonos cargo de una hipoteca de la cual no usufructuamos y que
tampoco elegimos, aunque tal vez dejamos que se montara - bajo los
militares por el terror, y en democracia porque confiamos en los nuestros
mientras la marea económica los iba llevando a ser cada vez menos
nuestros, cada vez más ellos, y porque en este bendito país una generación
pensante fue aniquilada y otra devorada por los fantasmas del pasado. Se
acaba un modo de gobernar en el cual ha fracasado el conjunto de la clase
política, cuya mayoría siguió mostrando un grado de insensibilidad procaz
cuando vitoreaba y aplaudía sus pequeños éxitos corporativos para
sostenerse aunque sea un tiempito más, al costo que fuera, sobre el
cadáver caliente de un país que expresó en los Muertos de Diciembre la
representación misma de su agonía y de su derecho a no subirse al tren de
la desintegración y la muerte bajo las reglas que le pretendieron imponer
en el cerco del deterioro y la resignación. Por eso la Plaza de Mayo,
plaza trabajosamente ganada y dramáticamente defendida, en la cual lo
terrible no es la falta de baldosas que la gente arrancó sino el hecho de
que no habiendo habido en ella víctimas desde el 82, volvió a ser ocupada
simultáneamente por la esperanza y la muerte. Allí se constituyó el gran
laboratorio de recomposición de la subjetividad devastada, el lugar en el
cual cada uno pudo percibir que si bien no siempre hacemos lo que
queremos, tenemos el derecho de rehusarnos a lo que no queremos hacer, a
lo que no queremos ser, y en particular, a que nos hagan desprendernos de
nosotros mismos en un proceso de desidentificación que nos obliga a
despojarnos de principios y esperanzas. La dignidad con la cual se
defendió ese espacio histórico constituye el escenario en el cual se dio
curso al derecho a recuperar una democracia no bastardeada, no de
administradores sino de gobernantes sensibles y preocupados por la
participación equitativa en las riquezas que aún podemos construir o
recuperar, siendo este el gesto de salud política más importante de los
argentinos en muchos años.
* Este texto forma parte
del libro Dolor País, de próxima aparición, Ed. Zorzal.
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